Miedo: mi gigante

Una vez alguien me dijo que yo había sido enviada a esta vida para aprender lo que es el miedo, aprenderlo a sangre y cuchillo. Yo llevaba ya unos ocho años desde mi diagnóstico de cáncer de mama con metástasis, y había pasado por tanto que me dije: bueno, si es así, ya está ya lo he aprendido sobradamente. He sentido el miedo al dolor, a la pérdida, a la muerte, a la decepción, a la soledad, a lo desconocido… Y cada uno de esos miedo era el mismo y diferente a la vez. El dolor es dolor, siempre el mismo, pero un dolor sobrepasa a otro y lo difumina. Con el miedo ocurre algo parecido, pero es como si fuese un gigante con un hambre imparable, que se arrasa con todo. Así, ese gigante es cada vez más grande y resulta más difícil albergarlo en tu interior.

Un día me di cuenta de que el miedo, como el dolor, podía ser anestesiado, solo había que tomar distancia. Allí estaba mi yo que se moría de miedo, y aquí estaba mi yo que sonreía. Puro escapismo.

La enfermedad parecía dormida y mi yo sonriente ganaba confianza. Incluso me lancé al stand up comedy. Me subía a escenarios a intentar hacer reír a otros y alimentarme de ello. Fue divertido.

Pero en noviembre de 2021, la enfermedad volvió por cuarta vez. No sé ni cómo describirlo: nunca ha sido fácil, pero esta vez todo parece aún más complicado. Y, claro, imaginaos el gigante cómo ha crecido. El hambre de mi miedo es infinita. Pugno por escapar de él y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario. Otro día os cuento mis secretos de escapista.

Haberlos, haylos.

Un abrazo, Pepa.

Un abrazo, amigos.

P.D.: He buscado imágenes de gigantes y resulta que solo las hay de gigantes hombres. Al parecer una mujer no puede ser un gigante. ¿Qué te parece, Maricarmen?

El primer día

valladolid2Fue una cuestión de expectativas. Mi querido padre se había empleado a conciencia.

-¡Qué envida, cariño! Ojalá yo pudiera revivir esos días, volver a ser niño y de nuevo hacer amigos, esos que siempre será los primeros, los mejores. Volver al lugar en el que aprendes de todo, cosas que ahora ni siquiera eres capaz de imaginar. Sí, mi niña, vas a aprender a ser lo que tú quieras y les demostrarás a todos que esa cabecita tuya está llena de inteligencia e imaginación. Un día, dentro de no mucho, podrás leer libros y escribir tus propias historias. Y los números, el 1, el 2, el 3, ¿recuerdas? Te los sabrás todos y podrás hacer con ellos casi magia, créeme. Descubrirás cosas sobre los animales, las plantas, sobre lo que pasó hace mucho tiempo… Y entonces serás mayor. ¿Tu quieres ser mayor, verdad?

-Pues claro.
-Cuando seas mayor, como habrás aprendido muchas cosas que hoy no sabes, te sentirás aún más feliz.
-Como si fuera sabia, como el abuelo.
-Eso es, como el abuelo.
-Y como tú.
-Más aún. Todo lo sabia que tú quieras.
-Pero no quiero ir sola.
-Yo te acompañaré hasta la clase y luego estaré esperándote cuando salgas. No hace falta que me quede porque vas a estar con otras niñas que se harán muy amigas tuyas, ya lo sabes, y jugaréis juntas, todos los días. Te lo vas a pasar tan bien que no estoy seguro de si querrás volver a casa por la tarde.
-¡Quiero volver! Sí, quiero volver.
-A las cinco estaré en la puerta. Como soy tan alto me verás enseguida. Y yo te veré a ti.

Lo dicho, era una cuestión de expectativas. Las más altas. Por eso, el primer día de colegio me sentía ansiosa. Esperaba mucho y todo bueno. Me despedí de papá con un fuerte abrazo y un beso, me senté ante una pequeña mesa en una clase que me pareció inmensa y miré a mi alrededor sin comprender nada.

-¿Por qué gritan y lloran, papá?

Él se encogió de hombros, casi tan disgustado como yo por la escena.

-No lo sé. Puede que sus padres no les hayan explicado bien qué es el colegio. Tú tranquila, cuando se den cuenta de que el colegio es estupendo, todas vendrán contentas. Juegas con ventaja, ¿eh?

Me guiñó un ojo y se marchó. Suspiré y me agarré a la bolsa del bocadillo que me padre me había preparado. Era de tela, con mi nombre bordado rosa. A mi alrededor, el griterío aumentaba de volumen y varias monjas muy serias corrían de un lado a otro, sujetando cuerpos huidizos. A mi derecha, una niña lloraba bajito y de su nariz resbalaba un moco blanco que estaba inundando la pechera de su bata. A mi izquierda, una pequeña se había tirado al suelo y berreaba llamando a su madre. Su cara era un borrón de restregones marrones y moquillo verdoso.

En realidad, todas las niñas de la clase lloraban y moqueaban. Todas menos yo. Pero tanto grito y tanto fluido acabaron por descomponerme. Levanté el brazo, tal y como mi padre me había enseñado que hiciera cuando necesitase algo en clase, pero nadie reparó en mí. Cuando una monja se acercó a la niña que voceaba en el suelo junto a mí, yo me levanté y le toqué el brazo.

-Señora, tengo ganas de vomitar.
-Pues tendrás que esperar al patio.

¿Al patio? Aquella respuesta lo cambió todo. Todas esas niñas desesperadas debían saber algo que yo desconocía y, probablemente, era que esas monjas no iban a cuidar de nosotras como debían. Vomité, salpicando los zapatos de la monja, y nunca -en los siete años que estuve en ese colegio hasta que mis padres decidieron cambiarme a uno público, donde mis notas mejoraron de forma espectacular-, nunca confié en las monjas, ni hice grandes amigas.

Agarrado a sus prisas

silueta-hombreEl abuelo llegaba agarrado a sus prisas.

-Vengo a saludaros, pero me voy en seguida.

Yo me acercaba corriendo y le plantaba un beso en su mejilla seca. Y le abrazaba flojito. No por falta de ganas, ni de ternura, sino porque él, altísimo y delgado, apenas se agachaba porque la espalda le crujía.

Mi abuelo era igualito a mi Pinocho de plástico, un muñeco gigante, flacucho y articulado, de nariz prominente y rostro bondadoso.

-Me estoy un ratico, una meadica, y me voy a dar una vuelta.

El abuelo no conocía nuestro pueblo, así que sus vueltas eran breves paseos entre la casa de mí tíos y la nuestra. Doscientos metros. No se paraba en las obras, ni entraba en un bar a tomarse un carajillo. Y desde luego, nunca, jamás, se sentaba en un banco. Mi abuelo necesitaba estar en movimiento constante, como la tierra y las mareas.

-Vine a despedirme. Mañana me vuelvo al pueblo y hasta la próxima.

Yo siempre lloraba su marcha, porque los breves instantes que me regalaba eran momentos de paz, amor y sabias palabras.

Los vaivenes acabaron con mi abuelo, sus idas y venidas, su culo inquieto. Todo quedó explicado el día que supimos que tenía incontinencia: cáncer de próstata.

 

 

El regalo

Llegan al bar cogidos de la mano, excitados porque están felices, felices porque están enamorados. Cualquier motivo sencillo les hace reír y, con cada risa, con cada mirada de complicidad, el amor que tan obvio me resulta inca sus raíces en recovecos más profundos. Cuando se sientan, muy juntos, él le da un beso en la mano y ella lleva su frente hasta el cuello de él y cierra los ojos. Ambos permanecen así en silencio. Los labios de él acariciando la mano de ella. La cabeza de ella recostada sobre el hombro de él, robando un poco de su olor a hombre joven, dulzón y fresco.

Yo estoy en la mesa de al lado, abrumado por esos cuerpos en perfecta sincronía y envueltos en una burbuja transparente, pero sólida. ¿Quién osaría interrumpirles?

– ¿Qué os pongo, tortolitos?

Ellos levantan la vista y veo en sus ojos cierta vergüenza, el azoramiento de quien despierta de un momento íntimo ante un desconocido. Estúpido camarero rompeinstantes… Eso es lo que es, un atropellamores… uno que se va a quedar sin propina.

A los treinta y cuatro segundos hay dos cocacolas zero sobre la mesa. Eso, y las manos de él, que juguetean con una cajita diminuta envuelta en un papel dorado. La joven la observa como si fuera un cubo de rubik y él estuviese a punto de solucionar todas las caras. Él se la entrega y dice algo bajito. Ella sonríe y leo en sus labios “gracias”. Y le besa, suavito, despacio, tiernito, y yo imagino el sabor de su boca de algodón de feria.

A los quince segundos hay una caja vacía sobre la mesa, unos pendientes en las manos de ella, y la decepción oscila entre ambos. Los pendientes son de madera, parecen unos aretes de gitanilla, de color rosa. La chica los mira en silencio hasta que decide devolverlos a su caja de plástico.

-No te gustan -ya no susurra.

Ella parece dudar, pero al final niega con la cabeza. Yo también niego, al compás. Los pendientes son vulgares y cuando, con disgusto, los imagino en las elegantes y perfectas orejillas de ella, rozando su pelo liso y brillante, me pregunto cómo es posible que él no lo viera. El coge la caja y se la guarda.

-¿Quieres que nos vayamos?

-Sí.

A los veintidós segundos los veo salir por la puerta, uno tras otro.

-Adiós, tortolitos.

Sin propina te digo, sin propina.

El desamor contado

Últimamente nos veíamos mucho. Marisela era como un globito rosa que alguien descuidado ha inflado en exceso, tenso hasta lo insoportable, una maquinaria sencilla a punto de reventar. En nuestros encuentros, ella hablaba y hablaba, mientras yo asentía y asentía. Y lo hacía porque estaba convencida de que Marisela necesitaba escucharse a sí misma, reflexionar en voz alta y cargarse de motivos para una ruptura. Los argumentos apenas variaban, siempre giraban entorno al hecho de que su novio no la respetaba.

—De verdad que no entiendo por qué sigue conmigo. Estoy segura de que en realidad quiere dejarlo, pero prefiere que yo dé el paso, porque es muy retorcido y muy listo. O eso cree él, porque yo le veo venir a la legua. Ayer me escribió a las tres de la madrugada. ¿A las tres? ¿De vedad quieres hablar a las tres? No, lo que quería era joderme el sueño y dejarme dándole vueltas al puto mensaje , que es lo que consiguió… ¿Y sabes lo que me decía, a las tres? «No puedo dejar de pensar en ti. Me colapsas». Analicemos: «No puedo dejar de pensar en ti». Joder, pues duerme, y deja que los demás durmamos, sueña, si quieres, pero qué significa que no puedes dejar de pensar en mí. ¿Para bien? ¿Para mal? Y luego lo aclara: «me colapsas». Hijo de su madre. ¡Que yo le colapso! Él, él me colapsa a mí. Pues mira que bien, colapsados estamos. Pero si me lo dices a las tantas de la madrugada ¿qué tengo que hacer yo? ¿Decirle que se explique? ¿Explicarle yo? ¿Contarnos la Biblia?

– ¿Y si le llamas y lo habláis? -apunto con suavidad.

– ¿A las tres? ¿Para que sepa que me ha dejado jodida? Entonces nos tiramos horas dándole vueltas y vueltas. Y al final, me cabreo, se cabrea y ya no duermo. Le escribí. Le di muchas vueltas para decirle cuatro palabras: «No sé qué quieres». Y se desconectó, el muy cabrón. Se durmió o a lo mejor no, y solo quería dejarme esperando, despierta y jodida. En fin, pero no sabes la última, que es muy gorda, pero muy gorda. Ya te conté que tiene su casa como los chorros del oro, todo de revista. Pues me ha dicho que si me voy a vivir con él tengo que respetar sus hábitos de orden y limpieza. Que no soporta, palabras textuales, “el caos en el que vivo”. ¿Caos? ¿Yo vivo en el caos? Yo no limpio más que cuando hace falta, y me gusta que las cosas encuentren su propio espacio y se queden allí. No me estorban. ¿Qué tengo muchos trastos? Pues sí, pero es que son mis tratos, y no tengo tiempo ni ganas de reordenarlo todo. Se metió con los colchones que tengo en la habitación de la entrada, las cajas de ropa, con los muebles que recogí de la basura, con el perchero de los abrigos, bolsos y bufandas, con los sacos de carbón que hay en el pasillo, con las velas gastadas que tengo por los muebles…Pero si hasta me dijo que le daba asco acostarse en mi cama porque huele. Que cuándo y dónde lavo las sábanas, si no tengo lavadora. Y ayer va y me suelta que debería usar bragas, porque dice que lo que hago no es higiénico. Pues bien que al principio le gustaba. Ahora no, ahora le parece algo «sucio”. ¡Ah! Y no te lo pierdas, me indigné cuando me soltó lo de las bragas y entonces me sale con lo de que estoy muy poco evolucionada, que debería aceptar que no soy un ser perfecto y que puedo aprender mucho de él.

Llevábamos así más de una hora. Ella quejándose y yo asintiendo. Su discurso ya me parecía siempre el mismo, con pequeñas variaciones. A veces tenía que morderme la lengua para no decirle que él tenía razón en muchas cosas, aunque sus formas fueran incorrectas. Otras veces me indignaba tanto como ella.

-Marisela, cariño, llevas mucho tiempo quejándote de él. Si no eres feliz, ¿por qué no lo dejáis y punto?

Entonces me miró sorprendida.

-Uf, yo no… es que también tenemos momentos buenos y yo, yo creo que le quiero. Es una persona que me complementa en muchas cosas. Conectamos a un nivel muy profundo porque su espíritu es luz.

-Pues es la primera vez que te oigo hablar bien de él en mucho tiempo. Pensaba que estabas harta de él… Y yo, desde luego lo estoy. Con todo lo que me has ido contando has forjado una imagen de él muy negativa. Tengo que decirte que a día de hoy le odio, no le soporto, amiga mía.

-Ayer me dijo que quería tener un hijo conmigo. Siempre he querido tener una familia.

-¿Y lo tendrías con él? -pensé que se tomaría su tiempo para contestar, pero no fue así.

-Sí. Antes creía que no, pero ahora sí.

-Vale, pues te propongo lo siguiente. Por cada cosa mala que me cuentes de él, tienes que contarme una cosa buena.

Marisela sonrió y asintió. Creí que había sido muy hábil con mi propuesta y que así terminaría con el suplicio de nuestras «citas para quejarme de mi chico». Sin embargo, no fue así. Al cabo de una semana, tras una fuerte discusión, lo dejaron. Ella cayó en una fuerte depresión que le duró meses. Nuestras conversaciones giraron durante todo ese tiempo entorno a él y a sus fallos y defectos. Fue una tortura sin fin.

Perfecta para mí

Cuando él llega a casa a las dos y diez para comer, ella sigue en la cama, tapada hasta el cuello con la sábana blanca, como si no hiciera el calor pegajoso de un día amarillo chillón. La persiana está medio bajada, de modo que la habitación navega entre sombras cruzadas y traviesas ondas de luz que se demoran en el pelo de ella, ahora rubio, ahora ceniza. Querría acariciarlo, podría hacerlo, pero consulta el reloj y se dice que es muy tarde. Suspira y se dirige a la cocina, donde abre un armario y duda entre cuatro latas. Finalmente, vuelca el contenido de una de ellas en un cuenco que calienta durante un minuto en el microondas. Coge una bandeja y coloca el cuenco, una cuchara, una servilleta y un vaso de vino tinto, y camina despacio de nuevo hacia al dormitorio. Deja la bandeja sobre la mesita y se sienta en su lado de la cama. Toma el cuenco y comienza a comer sin quitar ojo al cuerpo inmóvil de ella. Asoma una breve porción de piel rosada que podría acariciar, besar incluso. Podría meterse en la cama dos minutos y abrazarla. Ella se haría la dormida y se dejaría hacer. Podría hacerlo, pero no lo hace.

Termina de comer y se lleva la bandeja a la cocina. Lava y seca el cuenco, la cuchara, el vaso, luego lo guarda todo y rehace el camino hasta el dormitorio. Ignorándola, entra en el lavabo, se lava los dientes y con hilo dental repasa cada hueco, después coge su peine de carey y se lo pasa despacio por el pelo. Cuando sale, se acerca despacio hasta ella y se inclina sobre su cuello:

– Volveré a las seis y diez, amor mío. Veremos la televisión delante del ventilador, cenaré y nos meteremos en la cama. Te follaré de muchas maneras y tú serás muy buena conmigo, sí, sonreirás y me dirás a todo que sí, porque lo que yo te pido es justo lo que tú deseas.

Él aprieta un punto en la base de su cuello y obtiene la respuesta que espera:

– Sí, amor.

Entonces, la coge entre sus brazos, la sienta ante un espejo con las piernas abiertas y los brazos colgado a ambos lados, y le coloca una bata roja de satén por encima. Extiende su pelo rubio sobre los hombros y le levanta los párpados. En sus ojos azules se ve a sí mismo reflejado y ella sigue sonriendo. No puede evitar besarla.

– Perfecta.

Antes de salir de la habitación, estira la sábana y coloca bien la almohada. Mira el reloj y asiente satisfecho: a las tres en punto estará en el trabajo.

La amante de mi abuelo, mi tía y yo

mordisco tiburonUna historia de karma y cicatrices.

Paquita, la hija mayor de Juan José, el jefe de estación, estaba amarilla, todos lo comentaban, amarilla como los polos de limón, que tiran a verde lima.
-Las mujeres tienen que ser blancas o tostadicas, con rubor rosa o rojo, ¿pero amarillas? Si una mujer se pone amarilla, no es buena señal, seguro.
-Malísima, malísima señal, ya te digo. La sangre nos da el color y si está amarilla, eso es que su sangre lleva cosas malas. A mí me da hasta miedo.
-¿Ya la ha visto el cura? O el boticario, o el médico…
-Con dieciocho años que tiene… y bien bonica que es. Pero ahora, así, con ese color por todo el cuerpo mete miedo mirarla. Dicen que es porque está muy enferma.
-El padre ha dicho que se va esta semana, que un médico de Madrid va a operarla, porque en el hospital Murcia la daban por muerta.
-¿Pero qué tiene?
-La bilis, es la bilis, que se le escapa, que le corre por las venas.

Mejor no mires, me digo, pero cuando destapan las vendas no puedo evitar echar un vistazo, así como de refilón.  La enfermera coloca un platillo metálico encima de mi pecho y coge unas pinzas y unas tijeras.
-Parece que te hubiera mordido un tiburón, Pepa. Uno bien grande.
Es cierto y quizás debería sonreír ante la ocurrencia, así que sonrío.
-Voy a hacerlo rápido, pero con cuidado, ¿vale, cariño?
Yo asiento, y procuro que la sonrisa no se me escape. Cuando la primera grapa repiquetea sobre el platillo, metal contra metal, la idea de que me voy a abrir en canal pasa por mi cabeza. Decido mirar el platillo brillante. Decido mirar el rostro pálido de mi marido. Decido cerrar los ojos. Cuando se escucha la segunda grapa, Luis se disculpa y sale corriendo, y yo decido mirar al mordisco.

Juan José está muy guapo con su traje verde y su gorra negra y verde. Pero debe ser su cuerpo espigado, la forma en que el cinturón se le ajusta a la cintura, y su mirada inteligente, lo que hace que las mujeres del bar se giren a su paso. O quizás sean los galones de oficial.
Juan José se sienta al fondo de la barra y pide un anís. Y la ve. Es una joven muy hermosa, con ojos verdes y sonrisa grande. Está con otras dos chicas, tomando un chocolate con churros. No puede dejar de mirarla y al poco ella se da cuenta. Nerviosa, se toca el pelo y le mira sin querer mirarlo.
Entonces, Juan José hace algo que nunca antes había hecho y que, desde luego, no debería hacer: se acerca y se presenta, muy tieso, pero sonriente. Ella se llama María. Las amigas de la chica están muy calladas, tomando nota de todo.

-Ha vuelto la Paquita a su casa.
-¿Cuándo ha sido eso?
-Ayer por la noche llegaron en una ambulancia desde Madrid.
– ¿Y está bien? Decían que no volvía.
– Sí, está bien, pero delicada. No puede moverse de la cama, pero ya no le dejaban estar más en el hospital. Se ve que tiene para meses, me lo ha contado hoy su madre.
– ¿Pero se va poner bien? Esa chica estaba en la flor de la vida. Es una pena.
– Sí, sí, la ha operado una eminencia. Ya no está amarilla y está comiendo. Es solo que tiene que ir poco a poco. La han tocado mucho ahí dentro.

– Y la última. Casi cuarenta. Lo has hecho muy bien, Pepa.
Yo he contado treinta y cinco, y sí, supongo que lo he hecho bien. No me he movido. No me he quejado. Es mejor tragarte el dolor, de lo contrario éste se hace fuerte y te coloniza.
– Un poco de yodo y listo. Lo tapamos y mañana vemos qué tal va, ¿vale?
Vale, siempre vale, lo que diga la enfermera, lo que diga el médico. ¿Cómo no va a valer? Luis vuelve a entrar cuando la enfermera sale.
– Lo siento, cariño. Ya sabes que soy muy aprensivo y me estaba mareando.
Me da un beso, en la mejilla, me coge la mano y me sonríe. Tiene una sonrisa preciosa. La mejor sonrisa del mundo.

– Ayer fui a ver a la Paquita.
– Yo tengo que ir un día de estos. ¿Está mejor?
– Sí, está muy bien. Se levantó de la cama y nos sentamos en el patio, para que le diera el fresco.
– ¡Cómo me alegro! La Paquita era muy buena y muy alegre.
– Pues nos estuvimos riendo un rato. La vi muy bien. Sólo se puso triste cuando me enseñó la cicatriz.
– Dicen que es muy grande.
– Es muy grande, sí, pero eso queda dentro, no se ve.
– Su marido la verá cuando lo tenga.
– Ya, no eso sí.
– Y si es tan grande…
– Lo es, lo es, pero ella es tan bonita.
– Y tan… eso -dice señalándose el pecho.
– Sí, me da mucha envidia.
– ¿Envidia? Pobre Paquita.

Luis me abraza con cuidado, como si fuera a romperme. A veces creo que ocurrirá, que me partiré en dos o en más pedazos, quizás. Odio sentirme frágil, como si cualquier cosa pudiera herirme o romperme. Luis está feliz, dice, de tenerme en casa. Asegura que nuestra cama es su lugar favorito en el mundo si yo estoy en ella. Y ahora, por fin, estoy aquí, junto a su cuerpo, caliente. Luis me abraza y el mundo parece un lugar mejor para mí. Sus manos me acarician y él me dice que soy suave, que todo le gusta de mí.
– ¿Incluso esto? -le digo con tristeza resiguiendo con mis dedos la cicatriz que me recorre. Es un camino blanco que comienza bajo el pecho, baja hasta el ombligo y luego se retuerce en mi cintura para llegar a la espalda. Se supone que es una especie de herida de guerra, el símbolo de mi lucha contra la enfermedad. Eso dicen siempre: “luchó muchos años contra una larga enfermedad”. ¿Luchó? Más bien sobrevivió.
Entonces él me mira y veo en sus ojos tanto amor, tanta necesidad… Resbala desde mi boca por el cuello, rodea mis pechos y una vez allí, en el mordisco, deposita un beso lento y apoya la mejilla en mi estómago.

Juan José y María tienen un secreto: se quieren, se adoran. Los padres de María no saben nada de Juan José. La mujer de Juan José no sabe nada de María. Cansados de sofocar su pasión en bancos y cines, un día deciden ir a un hotel. Ambos están nerviosos. Es la primera vez de ella. Es la mejor vez de él. Ella se desnuda despacio, dándole la espalda y se mete dentro de la cama deprisa porque hace un poco de frío. Él la sigue, con los calzoncillos aún puestos, y cuando levanta las sábanas, buena parte del cuerpo de ella queda a la vista.
-¿Qué tienes ahí, María?
Juan José sube las sábanas para cubrirla y se aleja de la cama. María se ha quedado muda. Él se viste con urgencia.
-Lo siento, María -dice al cerrar la puerta y marcharse.

-Lo hice, Pepita, me marché de allí y la dejé para siempre. Yo quería a esa chica y estaba dispuesto a abandonar a mi joven esposa por ella, pero cuando vi aquella cicatriz, su estómago, tan grande, algo muy oscuro se removió dentro de mí y fui incapaz de tocarla.

Mi abuelo, mi adorado abuelo, me ha contado uno de sus mayores secretos y me mira esperando mi reacción. Yo guardo silencio, porque siento que se me escapa la admiración que sentía por él. ¿Cómo pudo enamorarse de otra mujer cuando acababa de casarse? Iba a abandonarla… Mi padre nunca hubiera nacido, ni su hermana Paquita, ni mi queridísimo tío Antonio… ni yo. ¿Y rechazó a esa mujer a la que tanto amaba porque tenía una cicatriz? ¿Qué decía eso de él?

BASADO EN UNA HISTORIA REAL.

Despierta, Eusebio

hombre-ojos-cerrados-tiene-cabeza-gacha_8353-1316Lunes, 23.30 horas

– ¡Ay! ¡Sebi, no! ¡Para, para! ¡Qué pares!

Ella se levanta de la cama de un salto, se cuela dentro del camisón y se abraza a sí misma, mirándole como si no le conociera desde hace ya quince años y alejándose despacio. Observa su mirada huidiza y distante.

– ¿Qué ha sido eso, gordito? ¿Me dabas golpecitos con los dientes ahí? ¿Precisamente ahí? ¿Pero qué te pasa, gordi? Me tienes muy preocupada. Me visto y volvemos al hospital. Vaya día…

Él no responde, se levanta y entra en el aseo. Se coloca ante el espejo y por un momento se ve a sí mismo tan diferente que cierra los ojos, apretándolos muy fuerte. Cuando los vuelve a abrir, un grito sale de su boca, pero no, en realidad no es un grito, es un alarido extraño, agudo, breve, que se repite en su garganta, aunque ya no sea su garganta, ni su boca. Sus ojos sí, ahí están sus ojos, casi ocultos, aterrorizados.

Lo que sucedió esa misma tarde. Lunes, 18,35 horas

Sebi está entrando por la puerta y su hija corre por el pasillo a su encuentro. Él abre los brazos sin pensarlo, porque ella va a saltar y él la recogerá y abrazará, como cada tarde. Después, como siempre, él se la comerá a besos y ella se reirá como una loca, porque los besos de papá pinchan un poquito, pero le hacen cosquillas.

La niña salta, pero entonces él deja caer los brazos a ambos lados, como si no pudiese controlarlos, y da un paso atrás. La niña cae, se golpea contra el suelo y comienza a llorar. Le duele la rodilla y de su boca rezuma un líquido rojo, viscoso, que le salpica la camisa blanca del uniforme del colegio. Él sale corriendo por el pasillo encogiendo los brazos y gritando con una voz que la niña no reconoce. No es su voz, en realidad es una sucesión de alaridos. Es un sonido agudo que no tiene fin. Sin dejar de llorar, la niña observa a su padre correr hasta el final del pasillo y luego volver sobre sus pasos. Así una y otra vez, sin dejar de gritar.

Lo que sucedió esa misma mañana. Lunes, 9 horas

Sebi llega puntual al trabajo, pasa el control con la tarjeta que está en el bolsillo de su abrigo y se dirige despacio hacia su despacho. Por el camino, le saluda la chica de la recepción y él hace un pequeño gesto con la cabeza. Luego un hombre se cruza en su camino y le saluda.

– Buenos días, Eusebio, espero que hoy tengas todo listo. Mañana es el día de impresionar a los japoneses. Te los vas a cepillar y cuando termines pedirán más y más, y abrirán sus billeteras felices y tú y yo lo celebraremos por todo lo alto. Confío en ti más que en nadie, ¿lo sabes, verdad?

Sebi le mira fijamente, como si las palabras entrasen lentas en su cabeza y algo importante no cuadrase en absoluto. Confuso, intenta responder, pero las palabras se le atropellan y se le pierden.

– ¿Estás bien?
– Me duele mucho la cabeza -logra decir, y es cierto, un dolor punzante late en sus ojos. Pero en realidad le duele todo, como si su cuerpo protestase por estar erguido. Necesita sentarse, cerrar los ojos y descansar un rato.

– Un café, paracetamol y como nuevo…

Sebi asiente y al hacerlo, sonríe al sentir un placer sencillo y cercano, en la base del cuello. Entonces, camina deprisa hasta su despacho, entra y cierra la puerta con el seguro. Deja caer en el suelo el maletín y el abrigo, encoge los brazos y comienza a dar vueltas a la mesa, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás. Hay urgencia en la forma en que se mueve, pero se siente cómodo, feliz y el dolor casi desaparece. Tras media hora girando entorno a la mesa, se pone en cuclillas y deja caer todo su peso sobre las rodillas dobladas. Cierra los ojos y su mente se queda en blanco, vacía, en una calma maravillosa, durante horas.

Lo que sucedió ayer. Domingo, 21.15 horas.

-Vale, gordi, ya lo tengo clarísimo, no crees nada de lo que está sucediendo en el escenario. Sebi, eres un pesado. Pero si hasta te has quedado dormido y roncabas. Creo que toda la sala te ha oído. ¿Para qué has venido? Te dije que podía venir con una amiga, que no tenías por qué venir obligado. Quédate calladito y déjame disfrutar tranquila de lo poco que queda. Esto se acaba en diez minutos.

Él comprueba su reloj y suspira. No faltan diez minutos, sino casi veinte.

-Usted, el hombre que mira su reloj en este instante.

Sebi levanta la vista hacia el escenario. Él artista está señalando en su dirección.

-Sí, justo usted, el de la camisa blanca. Por favor. Será un momento. Solo tenemos tiempo para un último número. Venga, por favor. De entre todas las personas de esta sala, usted es la persona ideal para este juego. Un aplauso para el caballero.

Sebi se levanta despacio, maldiciendo al hombre del escenario, a su mujer y a él mismo, por haber decidido asistir a aquella estupidez.

– Gracias por aceptar mi invitación. ¿Cuál es nombre, caballero?
– Eusebio.
– Bien, Eusebio, cierre los ojos, por favor, y concéntrese en mi voz -dice colocando su mano sobre la frente de Sebi-. Relájese, tome aire despacio. Uno, dos, tres. Y suéltelo en el mismo tiempo. Uno, dos, tres. Otra vez, respire despacio. Ahora voy a contar hasta cinco y, entonces, usted entrará en un sueño profundo y placentero, pero seguirá escuchan do mi voz y hará todo cuanto yo le pida, porque se sentirá seguro, a salvo.

La voz del artista es tan grave, tan profunda… Con los ojos cerrados, Sebi, siente como su cuerpo se relaja.  Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Sebi no se siente. Sebi no está.

– Eusebio, ahora eres una gallina, una hermosa gallina.

Entre el público, hasta entonces en silencio, se escuchan risas nerviosas cuando Sebi coloca sus brazos doblados a ambos lados y comienza a mover el cuello hacia delante, haciendo que su cabeza se adelante y luego vuelva a su sitio una y otra vez.

– Ahora abre los ojos. Sigues siendo una gallina feliz que corretea por su corral.

Extasiado, el público ríe, mientras Sebi corretea por el escenario, moviendo los brazos con grandes aspavientos como si fueran alas.

-Qué bien estás en tu corral, Eusebio. Cantas, corres y das saltitos. Qué gallina tan hermosa eres.

La sala enardece. La mujer de Sebi le mira sin creer lo que ve.

-Ahora, Eusebio, vas a sentarte sobre tus rodillas y empollarás unos huevos que hay en el corral. Están calentitos y te vas a sentir muy a gusto.

Las risotadas elevan aún más el tono, entre burlas jocosas, tanto que la mujer de Sebi se remueve incómoda en el asiento.

-Muy bien, Eusebio, ahora contaré hasta cinco y cuando te despiertes no recordarás nada, pero estarás tranquilo, te sentirás muy bien.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Despierta, Eusebio.

El bloguero de días de lluvia

rosa_con_lluvia_intensa_1024x7683367171Donde el amor no llega, el dolor hace de las suyas. El dolor vive agazapado en tu pecho, como un parásito que se aprovecha de las sobras del día y las transmuta en noche cerrada. La luz suele ser capaz de sanar el peor instante. Una vez leí que los días nublados hay más suicidios, más abandonos, más muerte… como si un rayo de sol fuese capaz de iluminar un corazón desvencijado, o la mirada torcida de un asesino.
Por eso no salgo de casa los días soleados. Los nublados, tampoco. Cuando llueve, solo entonces bajo las escaleras, abro la puerta y pisoteo las flores del vecino. Margaritas y rosas, tan tiesas e inútiles que me recuerdan a mi padre. Luego cruzo la calle y machaco las amapolas rastreras del jardín medianero de enfrente que la lluvia martillea, resabiada.
Después, bastante satisfecho, me acerco a la parada del 65 y espero tranquilo. A los veinte minutos ya estoy en el centro, rodeado de gente que camina demasiado rápido, de humo pegajoso, y de ruido y más ruido.
En el locutorio “Rabat”, el hombre barbudo del mostrador, sin mirarme, levanta despacio un dedo, o dos, o cuatro, señalando hacia el fondo del local, y continúa hablando con alguien por teléfono. Siempre habla y lo hace bajito. Lo imagino conspirando, conjurando desastres, lo cual sería perfecto, casi mágico.
En el Rabat me siento como en casa, porque todo es viejo, tuerto, sucio y quebradizo: las paredes amarillas con carteles antiguos carcomidos, las sillas desnucadas, las mesas partidas y llenas de tatuajes y soflamas… Las pantallas de los ordenadores palpitan como corazones viejos, al compás de la lluvia. Éste es el mejor lugar para encontrar mi alma perdida y entregarla por capítulos al pequeño universo que me espera. Lo hace, sí, un puñado de personas tan rotas como yo me espera.

La navaja suiza

IMG_1169Tengo que encontrar una palabra realmente hermosa. Con una tendrá que bastar. Ahora lo importante es rasgar este silencio, lo realmente importante es abrir un hueco por el que se cuele la esperanza de que algún día me ames. Si sigues mirando a esa esquina en la que no hay nada, sé que acabarás huyendo. Si yo no fuese tan aburrido, si yo fuese más guapo, no te irías, seguro.
¿Cuánto tiempo serás capaz de mantenerte erguida antes de hundirte sobre tus hombros, suspirar y levantarte? Hay una vocecilla en tu cabeza que te susurra, lo sé. Seguramente te dice que soy demasiado tímido y extraño. Tal vez incluso te grite bajito (para que yo no lo oiga) que no esperes a salir corriendo, porque en un segundo todo cambia. En un segundo, hombres como yo te atrapan, te muerden, te ahogan, te matan… Los hombres malos caminan como los buenos, respiran como los buenos, pero luego, de repente, te miran como hombres crueles y gritan con voz ronca antes de dejarte sorda.
Aún estás ahí, sentada muy recta en el último banco del parque, y aunque miras al suelo, sé que procuras controlar el espacio que ocupa el universo que nos rodea. El perro que salta a lo lejos y se revuelca en la hierba. El hombre que corre despacio por el camino, resoplando, el niño en bici que acaba de perderse al girar hacia los árboles. Estamos casi solos, casi juntos, casi muertos de miedo. Tú me tienes miedo a mí, y yo le tengo miedo a mis zapatos gastados. Si reparas en mis zapatos, sé que saldrás corriendo. ¿Qué hombre acude a una cita con esos zapatos rotos, sucios y tristes? Debería haberme fijado más en mi aspecto. Debería haber cuidado los detalles tal y como a las mujeres les gusta. Tus zapatos de charol marrón relucen. Como debe ser.
Entonces me fijo en tus manos. No hace frío, pero llevas guantes negros. Y allí, destacando en rojo, descubro una navaja suiza que despliegas despacio. Busco tu mirada, sorprendido, pero entonces, tozuda en tu silencio, colocas una mano en mi pierna y me estremezco. Me concentro en esa mano pequeña de niña mala que me acaricia, y percibo el calor a través de la tela. Me estremezco y cierro los ojos. Es en ese instante cuando siento la hoja de la navaja veloz, trazando un camino tortuoso en mi cuello.                 Suspiro y me levanto, inestable. La sangre cae sobre mis zapatos, arruinados para siempre. Cuando me giro para buscar en tus ojos la emoción que tus actos reflejan, ya te has ido. Tenía que ocurrir. Y ya nunca sabré si te parecía demasiado aburrido, demasiado feo, seco, o flaco… Imagino tus zapatos relucientes hundiéndose en la tierra húmeda del parque y perdiéndose en calles cada vez más grises, hasta que la oscuridad te envuelve. Y me imagino a mí, solo en el parque, olvidado entre charcos.