Lunes, 23.30 horas
– ¡Ay! ¡Sebi, no! ¡Para, para! ¡Qué pares!
Ella se levanta de la cama de un salto, se cuela dentro del camisón y se abraza a sí misma, mirándole como si no le conociera desde hace ya quince años y alejándose despacio. Observa su mirada huidiza y distante.
– ¿Qué ha sido eso, gordito? ¿Me dabas golpecitos con los dientes ahí? ¿Precisamente ahí? ¿Pero qué te pasa, gordi? Me tienes muy preocupada. Me visto y volvemos al hospital. Vaya día…
Él no responde, se levanta y entra en el aseo. Se coloca ante el espejo y por un momento se ve a sí mismo tan diferente que cierra los ojos, apretándolos muy fuerte. Cuando los vuelve a abrir, un grito sale de su boca, pero no, en realidad no es un grito, es un alarido extraño, agudo, breve, que se repite en su garganta, aunque ya no sea su garganta, ni su boca. Sus ojos sí, ahí están sus ojos, casi ocultos, aterrorizados.
Lo que sucedió esa misma tarde. Lunes, 18,35 horas
Sebi está entrando por la puerta y su hija corre por el pasillo a su encuentro. Él abre los brazos sin pensarlo, porque ella va a saltar y él la recogerá y abrazará, como cada tarde. Después, como siempre, él se la comerá a besos y ella se reirá como una loca, porque los besos de papá pinchan un poquito, pero le hacen cosquillas.
La niña salta, pero entonces él deja caer los brazos a ambos lados, como si no pudiese controlarlos, y da un paso atrás. La niña cae, se golpea contra el suelo y comienza a llorar. Le duele la rodilla y de su boca rezuma un líquido rojo, viscoso, que le salpica la camisa blanca del uniforme del colegio. Él sale corriendo por el pasillo encogiendo los brazos y gritando con una voz que la niña no reconoce. No es su voz, en realidad es una sucesión de alaridos. Es un sonido agudo que no tiene fin. Sin dejar de llorar, la niña observa a su padre correr hasta el final del pasillo y luego volver sobre sus pasos. Así una y otra vez, sin dejar de gritar.
Lo que sucedió esa misma mañana. Lunes, 9 horas
Sebi llega puntual al trabajo, pasa el control con la tarjeta que está en el bolsillo de su abrigo y se dirige despacio hacia su despacho. Por el camino, le saluda la chica de la recepción y él hace un pequeño gesto con la cabeza. Luego un hombre se cruza en su camino y le saluda.
– Buenos días, Eusebio, espero que hoy tengas todo listo. Mañana es el día de impresionar a los japoneses. Te los vas a cepillar y cuando termines pedirán más y más, y abrirán sus billeteras felices y tú y yo lo celebraremos por todo lo alto. Confío en ti más que en nadie, ¿lo sabes, verdad?
Sebi le mira fijamente, como si las palabras entrasen lentas en su cabeza y algo importante no cuadrase en absoluto. Confuso, intenta responder, pero las palabras se le atropellan y se le pierden.
– ¿Estás bien?
– Me duele mucho la cabeza -logra decir, y es cierto, un dolor punzante late en sus ojos. Pero en realidad le duele todo, como si su cuerpo protestase por estar erguido. Necesita sentarse, cerrar los ojos y descansar un rato.
– Un café, paracetamol y como nuevo…
Sebi asiente y al hacerlo, sonríe al sentir un placer sencillo y cercano, en la base del cuello. Entonces, camina deprisa hasta su despacho, entra y cierra la puerta con el seguro. Deja caer en el suelo el maletín y el abrigo, encoge los brazos y comienza a dar vueltas a la mesa, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás. Hay urgencia en la forma en que se mueve, pero se siente cómodo, feliz y el dolor casi desaparece. Tras media hora girando entorno a la mesa, se pone en cuclillas y deja caer todo su peso sobre las rodillas dobladas. Cierra los ojos y su mente se queda en blanco, vacía, en una calma maravillosa, durante horas.
Lo que sucedió ayer. Domingo, 21.15 horas.
-Vale, gordi, ya lo tengo clarísimo, no crees nada de lo que está sucediendo en el escenario. Sebi, eres un pesado. Pero si hasta te has quedado dormido y roncabas. Creo que toda la sala te ha oído. ¿Para qué has venido? Te dije que podía venir con una amiga, que no tenías por qué venir obligado. Quédate calladito y déjame disfrutar tranquila de lo poco que queda. Esto se acaba en diez minutos.
Él comprueba su reloj y suspira. No faltan diez minutos, sino casi veinte.
-Usted, el hombre que mira su reloj en este instante.
Sebi levanta la vista hacia el escenario. Él artista está señalando en su dirección.
-Sí, justo usted, el de la camisa blanca. Por favor. Será un momento. Solo tenemos tiempo para un último número. Venga, por favor. De entre todas las personas de esta sala, usted es la persona ideal para este juego. Un aplauso para el caballero.
Sebi se levanta despacio, maldiciendo al hombre del escenario, a su mujer y a él mismo, por haber decidido asistir a aquella estupidez.
– Gracias por aceptar mi invitación. ¿Cuál es nombre, caballero?
– Eusebio.
– Bien, Eusebio, cierre los ojos, por favor, y concéntrese en mi voz -dice colocando su mano sobre la frente de Sebi-. Relájese, tome aire despacio. Uno, dos, tres. Y suéltelo en el mismo tiempo. Uno, dos, tres. Otra vez, respire despacio. Ahora voy a contar hasta cinco y, entonces, usted entrará en un sueño profundo y placentero, pero seguirá escuchan do mi voz y hará todo cuanto yo le pida, porque se sentirá seguro, a salvo.
La voz del artista es tan grave, tan profunda… Con los ojos cerrados, Sebi, siente como su cuerpo se relaja. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Sebi no se siente. Sebi no está.
– Eusebio, ahora eres una gallina, una hermosa gallina.
Entre el público, hasta entonces en silencio, se escuchan risas nerviosas cuando Sebi coloca sus brazos doblados a ambos lados y comienza a mover el cuello hacia delante, haciendo que su cabeza se adelante y luego vuelva a su sitio una y otra vez.
– Ahora abre los ojos. Sigues siendo una gallina feliz que corretea por su corral.
Extasiado, el público ríe, mientras Sebi corretea por el escenario, moviendo los brazos con grandes aspavientos como si fueran alas.
-Qué bien estás en tu corral, Eusebio. Cantas, corres y das saltitos. Qué gallina tan hermosa eres.
La sala enardece. La mujer de Sebi le mira sin creer lo que ve.
-Ahora, Eusebio, vas a sentarte sobre tus rodillas y empollarás unos huevos que hay en el corral. Están calentitos y te vas a sentir muy a gusto.
Las risotadas elevan aún más el tono, entre burlas jocosas, tanto que la mujer de Sebi se remueve incómoda en el asiento.
-Muy bien, Eusebio, ahora contaré hasta cinco y cuando te despiertes no recordarás nada, pero estarás tranquilo, te sentirás muy bien.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Despierta, Eusebio.